Hay objetos que se coleccionan por fanatismo, otros por historia. Pero lo que acaba de presentar Liquid Death va más allá: es un tributo viviente a uno de los íconos más salvajes e inolvidables del rock. Diez latas de iced tea, firmadas, mascadas y selladas por el mismísimo Ozzy Osbourne, contienen algo más que sabor: contienen su esencia.
Sí, cada lata conserva restos reales del ADN del “Príncipe de las Tinieblas”. Son huellas auténticas de saliva y contacto directo, protegidas como si fueran reliquias de una era dorada. La escena fue tan insólita como legendaria: Ozzy bebió de cada lata, la aplastó con sus propias manos y dejó en ella una marca imborrable de su existencia.
El gesto no es casual ni caprichoso. Es la culminación de un espíritu indomable que siempre se ha reído de la muerte, del sistema y de sí mismo. Estas latas no solo son un objeto de culto: son una carta de amor a los fanáticos que han seguido su carrera durante décadas, una cápsula del tiempo donde la rebeldía y el sudor del escenario quedan conservados para siempre.

Detrás de todo hay una metáfora poderosa: la idea de que Ozzy, incluso cuando ya no esté, seguirá girando en este mundo, aunque sea en forma de una lata sellada que algún día alguien abrirá con respeto, asombro o locura. Es rock convertido en legado tangible. Es un grito que dice: “Estoy aquí. Y no me voy tan fácil”.
Y mientras su último concierto con Black Sabbath se asoma en el horizonte, estas latas se sienten como un susurro del destino: un recordatorio de que Ozzy no solo vivió… dejó huella. Literalmente.
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